Blogia
Miguel Ruiz Effio / El Rincón del Diablo - narrativa

EL ÚLTIMO REFUGIO

 

 

 

Para  R. T. J.:

Pequeña, ya sabrás que el silencio es peor castigo que la distancia, y que un cariño minúsculo, breve o intermitente es mejor consuelo que la soledad.

 

 

Tal vez alguien dirá que fui leal y fui bueno.

Pero sólo tú recordarías

mi manera de mirar a los ojos.

Roque Dalton

 

 

Seguro te pareció extraño que te citara en aquel lugar, perfectamente conocido por ti, pero al que ahora resulta molesto regresar. Es una casa abandonada desde hace mucho, lo has oído, pero hasta hace algunos meses fue un refugio, un hogar para tu alma huérfana, un recinto de silencio y aislamiento cuya existencia alguna vez bendijiste. Siempre te preguntaste por el dueño de aquellas ovejas, gordas y sucias, que llegaban a pastar o a defecar en los alrededores, casi siempre hacia el mediodía, y que te importunaban a la hora de entregarte al amor. También te preguntabas de quién sería esa casa de gastados adobes donde se podía estar tan bien a solas o en compañía; imaginabas que tal vez el dueño había muerto en el terremoto del 70, eso explicaría la presencia de una casa así en medio de un barrio construido enteramente con material noble; un barrio modesto, pero muchos años por delante de la rústica construcción donde te ocultabas. La otra posibilidad era una extravagancia de su dueño; en este caso estaba vivo y podía llegar en cualquier momento: entonces temblabas, temías que te hallara allí, desnuda, que te corriera así, con tus vestidos en la mano; te aterraba la idea de que te descubrieran o que también se derrumbara aquel refugio, pero entonces un beso atrapaba tu boca y ya no pensabas en nada: te abandonabas dócilmente a la vorágine que remecía tu cuerpo, que lo extenuaba, que lo inmovilizaba.

Las ovejas ya estaban allí, como de costumbre, alimentándose de la escasa hierba que rodea la casa; una vez acariciaste a una de ellas, estaba muy cerca de ti, mirándote, mira qué bonita no la toques, como si le extrañase tu desnudez; tú sólo reías, tal vez eras dichosa en ese instante, ese segundo, ese fragmento de tiempo que después olvidaste. Bajaste lentamente por el pequeño despeñadero que aísla la casa de las demás viviendas: en el zaguán descubriste hojas secas mezcladas con pedazos de papel, seguramente desperdicios que el viento de la tarde había ido barriendo y acumulando en este recinto. Caminaste unos pasos más: a esas alturas ya tenías que haberle encontrado sentido a todo esto, habías pensado que no sería necesario recorrer todas las habitaciones; el lugar donde te detuviste por primera vez era bueno para conversar, por ejemplo, pero no había nadie. Probablemente pensaste que todo había sido una broma, una especie de venganza por lo que había pasado, pero cuando empezabas a retirarte buscaste distraídamente en el suelo, y entonces le hallaste explicación a todo, sólo que un estremecimiento recorrió tu espalda como un pedazo de vidrio, y sentiste miedo.

Sí, tuviste miedo. Yo estaba allí, mirándote desde el viejo sillón, sentado en el apolillado pedazo de madera que tantas tardes crujió debajo de nuestros cuerpos y que era el único mueble que permanecía en la casa. Tú no me viste, porque fue como si hubiera estado en cualquier otro lugar menos allí, contigo, disfrutando de la turbación que te sobrecogió cuando miraste el suelo. Te arrodillaste sobre el montón de hojas que cubría los pedazos de papel y lo apartaste: aún recordabas mi apresurada caligrafía, las indecisas palabras que trataban de describir inútilmente una pasión que tal vez nunca encarnaron, las cartas y los poemas que te escribí durante tantos meses y que me devolviste el día de tu despedida. Las cuartillas de papel se sucedían unas a otras, formando un camino que te conducía hacia la siguiente habitación, y de ahí a la próxima. El viento había confabulado contra mí, ocultándolas con hojas, repartiéndolas por el suelo, interrumpiendo en pequeños tramos el trayecto que yo les había destinado. ¿Volviste a sentir miedo? ¿Por qué vacilaste en continuar? Quizás porque comprobaste que el camino te conducía a nuestro rincón más íntimo, a aquella interrupción de paredes hasta donde nos arrinconábamos mutuamente, no grites mi amor, apretando los dientes, envueltos por el eco de nuestras propias voces que intentábamos silenciar, no llores mi amor es de felicidad.

- Álvaro...?

Sé que no quisiste continuar. En el fondo releer aquellas cartas te hacía daño; no porque todavía sintieras algo por mí, eso está claro, sino porque la tranquilidad que pudieras tener de que yo ya lo hubiera superado se venía abajo, y te volvías a sentir culpable, aunque te repitieras una y otra vez que las cosas pasan, que no había víctimas ni villanos en esta historia, que había que aprender a pasar la página y a olvidar. Pronunciabas mi nombre porque no querías seguir adelante, tal vez temías encontrar a un desquiciado, o a un despojo que no tuviera nada que ver con el que alguna vez fui. Pasaste a mi lado, rozando el sillón con los dedos, pero no me viste. Me pareció gracioso: tal vez antes hubiera podido vigilarte así, para evitar que tu amor se escapara de mis manos y fuera a parar a otro lado, pero ahora ya era inútil. Te vi de espaldas, introduciéndote lentamente en las habitaciones, recogiendo las cartas desperdigadas entre hojas muertas, algunas veces deteniéndote a releerlas, y volví a imaginarte desnuda, como un trozo de barro que yo moldeara con mis manos para convertir en cerámica: recordé la humedad de tus labios, el castañeo de tus dientes, la mansedumbre de tu cabello arremolinado entre las ramas del suelo; sentí otra vez el fuego de tus manos, la timidez de tus dedos, el aroma de tierra seca que brotaba del suelo y de nuestros cuerpos; oí una vez más las notas de esas melodías quejumbrosas que yo detestaba y que a ti te gustaba satirizar, el sonido del viento desgarrándose entre las grietas del tejado, exhalando debajo de las hojas muertas, y por un segundo fui feliz, muy feliz, aunque tan sólo se tratase de un recuerdo precario e intermitente traído por la fuerza.

- ¿Álvaro?

Me arrepentí. Sé que era inútil, ya las cosas estaban dispuestas, pero deseé con todas mis fuerzas que te marcharas antes de entrar a la última habitación. Por un segundo pensé que ocurriría: una de tus vacilaciones me hizo pensar que pondrías fin a esta cita enfermiza y que te marcharías súbitamente sin mirar atrás. Quizás sólo fue un poco de nostalgia: la última derrota de tu memoria, ya bastante debilitada y saturada de calendarios vencidos. Me acerqué a ti: sé muy bien que era inútil, que no escuchabas las palabras que yo susurraba en tu oído, pero aún así intenté persuadirte de entrar, di vueltas alrededor de ti, grité tu nombre con lo que me quedaba de voz, pero era una causa perdida desde el principio, porque soy como esa garúa rala y minúscula que se desvanece antes de tocar los rostros, porque mi endeble existencia nunca más podrá influir en alguna fracción de la tuya.

- ¡...Álvaro...!!!

La escena transcurrió como un estallido, como si el crepúsculo hubiese ingresado con violencia por las ventanas, desplazando el encierro y el abandono, o como si el edificio se hubiese reducido abruptamente a la habitación donde estábamos parados. Después fue una mezcla de miedo y de tristeza, pero tal vez sólo sentiste miedo. ¿Me odiaste? Quisiera saber si con los años me reprocharás esta cita, o si me odiarás por haberte obligado a contemplar este cuadro. Tal vez sí, tal vez rompas las fotografías y las cartas que aún conservas de mí, tal vez nunca vuelvas a visitar esta ciudad, y mucho menos esta vieja casa. Mientras tanto me arrepiento de esta escena, que después de todo resulta una venganza, y te observo sentada en el suelo, inconsolable, gritando y llorando mi nombre, evitando levantar los ojos, para no ver, a través de las lágrimas, la viga de donde cuelga mi cuerpo frío y sin zapatos, que se balancea en el vacío como un enorme y grotesco péndulo.

 

 

© Miguel Ruiz Effio

 

0 comentarios