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Miguel Ruiz Effio / El Rincón del Diablo - narrativa

Laura

 

Cuando todas las habitaciones de la casa quedan vacías y los sonidos se extinguen, puedo amar por fin a Laura. Es un ritual que me he acostumbrado a esperar con cautela, sabiendo que con un poco de calma tendré las circunstancias y el clima adecuados para nosotros, sin temores ni sobresaltos. Sólo cuando todos se han marchado, cuando la última luz se apaga y estoy seguro de que nadie nos oye, puedo entregarme sin miedo al amor absorto de Laura.

Hay, sin embargo, días en que las cosas no resultan como yo quisiera. Los eventos se suceden con una exasperante lentitud, ocurren uno tras otro los imprevistos más descabellados, y finalmente termino renunciando a su amor hasta una próxima ocasión, derrotado por las insospechadas arbitrariedades del azar. Otras tardes, en cambio, los acontecimientos transcurren con tal precisión que parecen responder a la ansiedad de mi deseo: como si los planeara, los sucesos se vuelven propicios y el ambiente alrededor se diluye hasta que sólo quedamos nosotros dos, y generalmente éstos son nuestros encuentros más felices, los más duraderos, los únicos que quisiera recordar.

Laura, por el contrario, deja que las cosas sucedan y nunca tomará la iniciativa. Ella sólo observa en silencio la habitación mientras me aproximo, comprobando con una rápida mirada que nadie podrá interrumpirnos. A veces esboza en su rostro un gesto de sumisión semejante a la ternura, pero después desvanece cualquier rastro de expresividad de su semblante, hasta mostrar solamente algo parecido a la indiferencia o incluso cercano al miedo. Yo trato de aproximarme con el mayor de los cuidados, con una levedad imposible en un hombre de mi contextura, y finalmente consigo apropiarme de su cuerpo con delicadeza, cuidando siempre de no dañarla con algún movimiento abrupto. Al principio ella experimentaba un leve temblor cuando empezaba a amarla, pero ahora sé que sólo eran rezagos de inexperiencia, porque con el transcurrir de los meses ha aprendido a comportarse con sutileza y mansedumbre.

A menudo, sus ojos están impregnados de un fino rocío. Esto se acentúa sólo en las tardes, cuando nos quedamos solos, porque durante el día conserva una mirada natural y casi instintiva. Sin embargo, esa misma mirada se va transformando en un pozo profundo e inescrutable conforme avanzan las horas y las habitaciones de la casa se van vaciando. Y mientras la desnudo, es imposible descifrar lo que está pensando: sus ojos permanecen inmóviles, concentrados en algún punto fijo que no intento encontrar y que ahora ni siquiera me preocupa, obsesionado como estoy en abarcar en el menor tiempo posible la totalidad de su cuerpo. Ella roza con sus brazos delgadísimos mi espalda y mis flancos; algunas veces detiene sus dedos de alambre en las vellosidades de mi pecho y de mi vientre, o hurga tímidamente un poco más abajo de mi cintura. Siempre de una manera mecánica, como si las cumpliera únicamente porque son las reglas implícitas de un juego que no entiende pero que quizá alguna vez ha disfrutado. Yo le permito todo, incluso permanecer inmóvil mientras acaricio su cuerpo liberado de las blusas y los vestidos, sus pies rescatados de las medias y de los zapatos. Y aunque la mayoría de las veces se mantiene callada, en ocasiones emite sonidos imperceptibles mientras manipulo sus piernas alrededor de mi cintura, mientras lustro con la piel blanda de sus brazos las rugosidades de la mía.

En todos estos rituales jamás ha pronunciado mi nombre. Se lo he pedido muchas veces, pero nunca contesta nada y yo prefiero no insistir. Me he acostumbrado a su silencio, a su docilidad para cumplir todas las indicaciones que le voy haciendo, al letargo con que corresponde a mi accionar desenfrenado. Le murmuro al oído palabras bonitas, beso sus labios con ternura y ansiedad, acaricio sus mejillas y su cuello con lascivia, pero jamás he conseguido que pronuncie palabras mientras la estoy amando.

Sólo en una ocasión rompió su silencio, y fue terrible, porque casi pude palpar el miedo que se agolpó en su mirada. Dijo que oyó un ruido en la sala y creyó que eran su madre o sus hermanos, regresando más temprano de lo acostumbrado. Yo sabía que no era nada; imaginé que una ráfaga de viento habría tumbado algún portarretrato o cualquier objeto mal colocado, pero esa tarde ya no pudimos continuar. Porque aunque me he propuesto protegerla de todos, sé que hay explicaciones que nadie se tomaría la molestia de escuchar. Por eso me aparté de ella, y luego de unos minutos que le habrán parecido siglos, le pedí que se levantara y que me permitiera ayudarle a bañarse y vestirse. Mientras rociaba el agua sobre su cuerpo noté que estaba temblando, así que al terminar la abracé muy fuerte cuando tuve que envolver su torso con la toalla. Busqué en su cómoda un pantalón de jean con bordado de flores y ese polo celeste con dibujos de Barbie que una tarde de compras me rogó que le regalase, y que es su preferido. Luego le peiné el cabello con cuidado, y al observar su rostro duplicado en el espejo pude percibir que sonreía. Cuando su madre regresó, casi dos horas después, estábamos sentados en el sofá de la sala, mirando un programa de televisión.

 

© Miguel Ruiz Effio

Lima, 14 de agosto / 29 de setiembre de 2007

 

EL ÚLTIMO REFUGIO

 

 

 

Para  R. T. J.:

Pequeña, ya sabrás que el silencio es peor castigo que la distancia, y que un cariño minúsculo, breve o intermitente es mejor consuelo que la soledad.

 

 

Tal vez alguien dirá que fui leal y fui bueno.

Pero sólo tú recordarías

mi manera de mirar a los ojos.

Roque Dalton

 

 

Seguro te pareció extraño que te citara en aquel lugar, perfectamente conocido por ti, pero al que ahora resulta molesto regresar. Es una casa abandonada desde hace mucho, lo has oído, pero hasta hace algunos meses fue un refugio, un hogar para tu alma huérfana, un recinto de silencio y aislamiento cuya existencia alguna vez bendijiste. Siempre te preguntaste por el dueño de aquellas ovejas, gordas y sucias, que llegaban a pastar o a defecar en los alrededores, casi siempre hacia el mediodía, y que te importunaban a la hora de entregarte al amor. También te preguntabas de quién sería esa casa de gastados adobes donde se podía estar tan bien a solas o en compañía; imaginabas que tal vez el dueño había muerto en el terremoto del 70, eso explicaría la presencia de una casa así en medio de un barrio construido enteramente con material noble; un barrio modesto, pero muchos años por delante de la rústica construcción donde te ocultabas. La otra posibilidad era una extravagancia de su dueño; en este caso estaba vivo y podía llegar en cualquier momento: entonces temblabas, temías que te hallara allí, desnuda, que te corriera así, con tus vestidos en la mano; te aterraba la idea de que te descubrieran o que también se derrumbara aquel refugio, pero entonces un beso atrapaba tu boca y ya no pensabas en nada: te abandonabas dócilmente a la vorágine que remecía tu cuerpo, que lo extenuaba, que lo inmovilizaba.

Las ovejas ya estaban allí, como de costumbre, alimentándose de la escasa hierba que rodea la casa; una vez acariciaste a una de ellas, estaba muy cerca de ti, mirándote, mira qué bonita no la toques, como si le extrañase tu desnudez; tú sólo reías, tal vez eras dichosa en ese instante, ese segundo, ese fragmento de tiempo que después olvidaste. Bajaste lentamente por el pequeño despeñadero que aísla la casa de las demás viviendas: en el zaguán descubriste hojas secas mezcladas con pedazos de papel, seguramente desperdicios que el viento de la tarde había ido barriendo y acumulando en este recinto. Caminaste unos pasos más: a esas alturas ya tenías que haberle encontrado sentido a todo esto, habías pensado que no sería necesario recorrer todas las habitaciones; el lugar donde te detuviste por primera vez era bueno para conversar, por ejemplo, pero no había nadie. Probablemente pensaste que todo había sido una broma, una especie de venganza por lo que había pasado, pero cuando empezabas a retirarte buscaste distraídamente en el suelo, y entonces le hallaste explicación a todo, sólo que un estremecimiento recorrió tu espalda como un pedazo de vidrio, y sentiste miedo.

Sí, tuviste miedo. Yo estaba allí, mirándote desde el viejo sillón, sentado en el apolillado pedazo de madera que tantas tardes crujió debajo de nuestros cuerpos y que era el único mueble que permanecía en la casa. Tú no me viste, porque fue como si hubiera estado en cualquier otro lugar menos allí, contigo, disfrutando de la turbación que te sobrecogió cuando miraste el suelo. Te arrodillaste sobre el montón de hojas que cubría los pedazos de papel y lo apartaste: aún recordabas mi apresurada caligrafía, las indecisas palabras que trataban de describir inútilmente una pasión que tal vez nunca encarnaron, las cartas y los poemas que te escribí durante tantos meses y que me devolviste el día de tu despedida. Las cuartillas de papel se sucedían unas a otras, formando un camino que te conducía hacia la siguiente habitación, y de ahí a la próxima. El viento había confabulado contra mí, ocultándolas con hojas, repartiéndolas por el suelo, interrumpiendo en pequeños tramos el trayecto que yo les había destinado. ¿Volviste a sentir miedo? ¿Por qué vacilaste en continuar? Quizás porque comprobaste que el camino te conducía a nuestro rincón más íntimo, a aquella interrupción de paredes hasta donde nos arrinconábamos mutuamente, no grites mi amor, apretando los dientes, envueltos por el eco de nuestras propias voces que intentábamos silenciar, no llores mi amor es de felicidad.

- Álvaro...?

Sé que no quisiste continuar. En el fondo releer aquellas cartas te hacía daño; no porque todavía sintieras algo por mí, eso está claro, sino porque la tranquilidad que pudieras tener de que yo ya lo hubiera superado se venía abajo, y te volvías a sentir culpable, aunque te repitieras una y otra vez que las cosas pasan, que no había víctimas ni villanos en esta historia, que había que aprender a pasar la página y a olvidar. Pronunciabas mi nombre porque no querías seguir adelante, tal vez temías encontrar a un desquiciado, o a un despojo que no tuviera nada que ver con el que alguna vez fui. Pasaste a mi lado, rozando el sillón con los dedos, pero no me viste. Me pareció gracioso: tal vez antes hubiera podido vigilarte así, para evitar que tu amor se escapara de mis manos y fuera a parar a otro lado, pero ahora ya era inútil. Te vi de espaldas, introduciéndote lentamente en las habitaciones, recogiendo las cartas desperdigadas entre hojas muertas, algunas veces deteniéndote a releerlas, y volví a imaginarte desnuda, como un trozo de barro que yo moldeara con mis manos para convertir en cerámica: recordé la humedad de tus labios, el castañeo de tus dientes, la mansedumbre de tu cabello arremolinado entre las ramas del suelo; sentí otra vez el fuego de tus manos, la timidez de tus dedos, el aroma de tierra seca que brotaba del suelo y de nuestros cuerpos; oí una vez más las notas de esas melodías quejumbrosas que yo detestaba y que a ti te gustaba satirizar, el sonido del viento desgarrándose entre las grietas del tejado, exhalando debajo de las hojas muertas, y por un segundo fui feliz, muy feliz, aunque tan sólo se tratase de un recuerdo precario e intermitente traído por la fuerza.

- ¿Álvaro?

Me arrepentí. Sé que era inútil, ya las cosas estaban dispuestas, pero deseé con todas mis fuerzas que te marcharas antes de entrar a la última habitación. Por un segundo pensé que ocurriría: una de tus vacilaciones me hizo pensar que pondrías fin a esta cita enfermiza y que te marcharías súbitamente sin mirar atrás. Quizás sólo fue un poco de nostalgia: la última derrota de tu memoria, ya bastante debilitada y saturada de calendarios vencidos. Me acerqué a ti: sé muy bien que era inútil, que no escuchabas las palabras que yo susurraba en tu oído, pero aún así intenté persuadirte de entrar, di vueltas alrededor de ti, grité tu nombre con lo que me quedaba de voz, pero era una causa perdida desde el principio, porque soy como esa garúa rala y minúscula que se desvanece antes de tocar los rostros, porque mi endeble existencia nunca más podrá influir en alguna fracción de la tuya.

- ¡...Álvaro...!!!

La escena transcurrió como un estallido, como si el crepúsculo hubiese ingresado con violencia por las ventanas, desplazando el encierro y el abandono, o como si el edificio se hubiese reducido abruptamente a la habitación donde estábamos parados. Después fue una mezcla de miedo y de tristeza, pero tal vez sólo sentiste miedo. ¿Me odiaste? Quisiera saber si con los años me reprocharás esta cita, o si me odiarás por haberte obligado a contemplar este cuadro. Tal vez sí, tal vez rompas las fotografías y las cartas que aún conservas de mí, tal vez nunca vuelvas a visitar esta ciudad, y mucho menos esta vieja casa. Mientras tanto me arrepiento de esta escena, que después de todo resulta una venganza, y te observo sentada en el suelo, inconsolable, gritando y llorando mi nombre, evitando levantar los ojos, para no ver, a través de las lágrimas, la viga de donde cuelga mi cuerpo frío y sin zapatos, que se balancea en el vacío como un enorme y grotesco péndulo.

 

 

© Miguel Ruiz Effio